viernes, 7 de mayo de 2010

► Besos ABC1

Aunque era un buen chico, siempre todos molestaban a Tomás por el mismo tema: su origen pituco.
En el grupo, ninguno era muy flaite ni millonario. Éramos simples adolescentes clase media. De distintas clases medias de Concepción, pero con ciertas similitudes: andábamos a pata, no teníamos plata para un cigarrillo ni para un carrete que incluyera comida, y con suerte teníamos celular con prepago. Pero Tomás no. Tomás tenía todas esas cosas: un celular solvente, varias millas de viaje al extranjero acumuladas, compañeros de colegio que parecían hechos a mano y una linda y gran casa en un sector pudiente de la ciudad donde él y sus varios hermanos con apellidos con varias erres vivían felices de la vida.

Pero Tomás era un cuico culposo de serlo. No era el típico niño que quería seguir encerrado en su burbuja para siempre. Por eso, se integró a nosotros. Y hacía esfuerzos sobrehumanos por camuflarse como uno más. Era generoso con sus ventajas de billetera, nos tiraba en su auto a todos a la casa cuando se hacía de noche, nos llevaba a los carretes en los lugares más insólitos del centro al que se nos ocurría ir y compartía con todos. Aunque siempre Tomás estaba haciendo una especie de safari social (nunca le resultó bien eso del camuflaje con sus palabras bien pronunciadas y la leve papa en la boca), era un encanto de amigo. Tanto, que después de unos años de conocernos, un buen día me empezó a gustar. Justo cuando los tiempos coincidieron y los dos terminábamos pololeos aburridos.

Dentro del grupo, casi nadie, quizás nadie por completo, se enteró de nuestro romance fugaz. Pero lo cierto es que con Tomás empezamos a salir, a contarnos la vida y a besuquearnos de vez en cuando, siempre para callado. La primera vez, fue a la hora del queso, escondidos en un carrete al que los demás no nos quisieron acompañar. No conocíamos a nadie y nos sentamos en un sillón mullido. Y ahí, descubrí en su primer beso, que había algo que desconocía hasta ese entonces. Tomás besaba extraño. Apretaba los labios y a veces cerraba la boca. Se desbocaba dos segundos, como si se estuviera volviendo loco y luego volvía a su posición enjuta.

Los besos de Tomás eran apasionados, pero católicos. A veces había enjundia, pero pronto venía una especie de culpa, de austeridad. Como si le gustara mucho un rato, pero después un murmullo divino le impidiera seguir disfrutando tanto. Pecado y felicidad juntos. Y siempre fue así. Hasta que el romance fugaz guateó y cada uno siguió por su lado. Por supuesto, nunca le dije a Tomás que sus besos eran medios beatos. Que tenía que abrir la boca, dejarse llevar, ponerle más labios al asunto. Tomás me gustaba y a pesar de sus besos un poco fomes, me desarmaba su olor dulce en la ropa y su extraño laberinto mental.

Nunca pensé que sus besos apretaditos fueran por lo mismo que lo molestábamos siempre: su origen pituco. Pero pasaron los años y me di cuenta de que el abc1 podía tener algo que ver en el tema. Porque aparte de cuico, Tomás era católico. Muy religioso para sus cosas. Y además, después me tocó conocer a otros tipos parecidos en ese aspecto a Tomás. Y sus besos eran iguales, calcados. Apretados, medios culposos, desbocadísimos a ratos y comedidos a otros. Nada que ver con los besos enjundiosos, salvajes y ricos que me habían dado otros novios con más calle, menos peso moral y también menos alcurnia.

¿Será que nadie allá arriba les enseña a besar con locura total?
¿Será que el beso clase media sabe más bueno?
Tonteras que a una le quedan dando vueltas nomás.

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