martes, 2 de junio de 2009

► Manzanas Confitadas


Cada vez que mi Ita me llevaba a pasear por mi querida Villa San Pedro, yo exigía que me comprara una suculenta manzana roja confitada. Eran sencillamente exquisitas. Traían una gruesa capa de caramelo rojo, venían envueltas en celofán transparente y tenían un pequeño palo clavado justo al medio de la fruta, para que una se la comiera sin dificultad. Olía a azúcar y al masticarla, se sentía el crujir del confite entre los dientes mezclado con el jugo de la manzana. ¡Un Manjar!

Como me gustaban tanto, no me duraban, y al segundo después de tragarme la primera estaba hostigando a mi Ita para que me comprara más. Ella me tenía una paciencia de santo. No se le agotaba nunca. No sólo accedía a comprarme cuantas manzanas confitadas quisiera, sino que además, debía soportar que me pusiera a saltar y correr como una loca, mientrás ella se atormentaba pensando que me iba a herir las rodillas de un costalazo. Pero en vez de decirme eso, me contaba otro cuento, quién sabe por qué, dado que era una mujer muy culta. Me pedía que parara, pero yo no le hacía caso y continuaba en lo mismo, sólo por porfiarla. Es que me encantaba hacer justo lo contrario de lo que me decían.

Pero un día se me pasó la mano: cometí la gran estupidez de tragarme el tronco entero de la manzana, con tallo y pepas incluidas, sólo por contradecirla. Y eso que mi Ita había intentado atemorizarme con ganas, advirtiéndome que si comía las pepas de la fruta, me crecerían árboles en la guata. Cosas así de radicales me decía cada vez que intentaba engullirme algo que, según ella, era dañino para el estómago. En un principio no le creí la historia, pero cuando me fui a acostar comencé a ser invadida por una extraña paranoia. Imaginaba que el árbol de verdad se desarrollaba dentro de mí, y que miles de manzanas confitadas crecían en mí estómago. Me llené de angustia, pero más desesperación me vino cuando, a la mañana siguiente, mi Ita me llamó "niña árbol", asegurándome que la cara ya se me estaba poniendo medio verde. Casi me morí, pero la desesperación no me duró demasiado: una hora después ya estaba de regreso corriendo por mi Villa San Pedro y se me ocurrió preguntarle al vendedor de manzanas si mi abuela decía la verdad; lo desmintió completamente, nos dijo, muy serio, que en las guatas jamás crecían arbolitos y que, por el contrario, las pepitas de la manzana clarificanban las papilas gustativas, así de científico, mi Ita, un poco avergonzada por su mentira, se quedó muda. Yo lo escuché y no pude menos que odiarla. Ese mismo día me propuse hacer lo imposible para molestarla: corría súper rápido para obligarla a perseguirme (mi Ita detestaba aquello), y lo peor de todo; le metía una manzana confitada completa en el bolsillo y el delantal le quedó todo pegajoso...y con eso se enojó tanto que me inventó otro cuento para atemorizarme. Me aseguró que los duendecitos que cosian los delantales me visitarían de noche y me apretarían fuerte los dedos de los pies, pero todo aquello sonó tan inverosímil, que no nos quedó más remedio que largarnos a reír y volver a ser amigas para siempre.

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